miércoles, 9 de diciembre de 2009

Necesidades: De niño.

Mi primera vez fue a muy temprana edad, creo que tenía unos 8 o 9 años, un tanto precoz, lo reconozco. Fue en Las Cañadas, el barrio de mis abuelos paternos que derribaron hace unos veinte años. Lo recuerdo como una fotografía quieta, pausada y llena de colores. Casas blancas alineadas con pequeños jardincillos inmersos de sol, gitanillas y limoneros que hacían las alegrías de cada calle. Los domingos a medio día arribábamos por aquellos lugares centenares de nietos, sobrinos y primos ruidosos; nuestros padres y tíos rendían visita a sus respectivos progenitores. Comíamos el arroz con pollo que la abuela había preparado con esmero y nos levantábamos de la mesa al terminar para lanzarnos a la calle a jugar con los nietos del resto del vecindario. Por allí pululaban guerras con piedras o con globos de agua, carreras por grupos y balones, algunas peonzas, chapas, canicas; los más afortunados montaban bicicletas que el resto admirábamos con envidia y deseo por unos instantes.

Entre tanta caída, carrera y griterío nuestras lenguas se volvían como alfombras llenas de tierra, la sed nos invadía y nos acordábamos de la tienda de chuches de Doña Concha que hacía unos helados artesanales que quitaban el sentido. Así que cada uno se batía en carrera en pos de sus padres para conseguir esos cinco duros que costaba el cucurucho de chocolate y llegar el primero a la tienda. No importaba que fuese primavera, invierno, verano u otoño, lo importante es que era domingo y el helado se había convertido en una costumbre cuando daban las seis de la tarde.

Yo por aquel entonces era de los medianos, había niños menores y otros tantos mayores, pero por alguna razón llegué el último y esperé resignado mientras el resto conseguía su apreciado tesoro y volvían a la aventura de la calle. Una voz me despertó de mi enfado, no la reconocí, no era Doña Concha. Llevaba un delantal, su pelo negro caía en bucles sobre sus hombros, los ojos despedían una luz amarilla hipnotizante, su voz aún surcaban mis oídos derretidos ante tanta dulzura. Pensé si sería una bruja de las de los cuentos que me leía madre por la noche, de esas que hacían pócimas, casi me convencí de que aquella mujer había cocinado a Doña Concha, ¡bendita imaginación la mía!

- ¿A qué viene esa cara de seriote? ¿Tú también quieres un helado de chocolate? – rodeó el mostrador, su dientes eran perfectos, nada que ver con los de madre. No respondí, estaba petrificado por el miedo. Ella se agachó, puso su cara a mi altura. - ¿Te pasa algo chiquillo? – me armé de valor y balbuceé.

- Tú no vas a cocinarme como a Doña Concha, ¿verdad? – me cogió del brazo y se echó a reír. Aquella risa me tranquilizó, su olor corporal llegó a mi cerebro y descubrí una cintura que nunca había visto en casa. De golpe mis miedos desaparecieron y sonreí.

- Chiquillo, ¡qué cosas tienes! Concha está enferma, yo soy su nieta mayor. – me relajé mucho más. Ella sacó de su bolsillo un pañuelo, lo humedeció entre sus labios, con su lengua, empezó a limpiarme todos los churretes que había coleccionado durante el día.

- Mira como tienes la cara, anda acércate que te la limpie un poco.

Yo me dejé hacer con los ojos cerrados mientras acariciaba mi rostro con aquel pañuelo que olía a gloria, de mi barriga subían cosquillitas. Volví a aspirar su aroma, olía a flores. Abrí los párpados y contemplé unos montículos blancos que surgían de su escote, de su camisa blanca.

- Bueno y ahora que estás limpio dime ¿de chocolate? – de un salto se había colocado junto al mostrador. Sin pensarlo respondí:

- Limones

- ¿De limón?, de acuerdo. Eres el único niño que lo ha pedido de limón, el resto lo pidió de chocolate. Nunca me olvidaré de tu carilla de ángel- me dio el helado. Salí de la tienda lentamente, chupando el helado que aún siendo de limón me sabía riquísimo. Fuera los demás se habían embarcado en los juegos, seguí disfrutando de aquel cucurucho como si fuera especial, como si un hada buena me lo hubiese ofrecido. Desde aquel día, los domingos llegaba el último a la heladería, pedía un helado de limón y preguntaba a Doña Concha por su nieta. Ella me respondía lo mismo.

- Pero muchacho, si yo no tengo nietos. ¡Qué manía has pillado!

Ese fue mi primer atisbo de deseo femenino, una joven morena, amable, de mirada hermosa, de olor exquisito y venida del mundo de los cuentos de brujas, monstruos y hadas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Un amigo dice que los niños son como los virus, pero más complicados.

Se comprende con esto.

¿O es mi ordenador?

Recuerdos perdidos dijo...

Creo que no te he entendido Curro. ¿Quieres decir que es imposible saber lo que cocinan en sus cabecitas?
Saludos.