lunes, 30 de noviembre de 2009

Necesidades: La compra.


Este relato lo escribí hace tiempo, es resultado de una broma con una amiguísima, gracias "Vieja" por esas risas y momentos en la isla. Por cierto, la historia no es apta para cardíacos:

"Sólo era un fin de semana resumido. Su marido tenía la obligada imposición de asistir a aquel petulante congreso de “Diseño de muebles” en la capital europea, Bruselas. Cogía el avión el viernes, volvía el domingo. Al despedirse le habló de la pesadez que le provocaría escuchar a los empresarios, todos europeos egocéntricos llenos de nuevos ideas; ideas tan acuciantes como el movimiento rotatorio de la Tierra.

- Si te aburres mucho me llamas y te cuento mi jornada en el vivero. Voy a aprovechar tu ausencia para hacer una buena limpieza en la cocina. Además por las noches beberé güisqui y veré películas guarras a tu salud –su mujer le soltó un beso sonoro y sincero entre risitas maliciosas.

- ¿Serías capaz de ver una sin mí? Al menos que no sea de las nuevas, que esas quiero disfrutarlas contigo. Nos vemos pasado mañana - cerró la puerta. Sintió sus pasos alejarse por la acera.

Como había comunicado a su marido, Sara comenzó a trabajar en el vivero, a las 13 horas ya había terminado y volvía a casa. Poco después se encontraba en la cocina, trajinando los muebles, mudando ollas, trasladando cubiertos, desnudando el frigorífico desenchufado; en fin, haciendo tiempo para no caer en la cuenta de que la casa estaba demasiado silenciosa, pulcra y vacía. Sus nervios estaban a flor de piel, no paraba de moverse de un sitio a otro, una ardilla en pleno incendio. Por la tarde charlaron un rato por teléfono.

- Sí, todo bien. Hay varios españoles, ya he hablado con ellos, esta vez no ha habido ninguna trifulca entre nosotros, ni siquiera nos ponemos verdes los unos a los otros. Parece que el complejo de Caín y Abel comienza a desmoronarse.- Él la ponía al día de los sucesos acontecidos en las reuniones y conversaciones de su jornada por Bélgica. Ella le insinuó abiertamente el hueco que su ausencia le creaba en el interior.

- Me alegro de que este año te relaciones con nuestros compatriotas. Yo sin embargo he de comunicarte un descubrimiento que he hecho hoy mientras repasaba la cocina: esta casa es para dos, estar aquí sola es como vivir en ausencia del todo – palabras tranquilizadoras traspasaban las ondas. Besos y abrazos a distancia que ambos enviaban sin sentir el acuse de recibo.

Tanta actividad en la cocina dejó a Sara llena de sudor, muy sucia; así que decidió darse un premio: un baño espumoso y un Chiva con hielo en su mano derecha. Ordenó sus pensamientos: “comprar Chiva, preparar el baño y disfrutar relajadamente de mi solitario sábado noche”. Estando en el supermercado recordó varias cosas más que necesitaría.

“No tenemos preservativos, mañana llega del congreso, así que querremos fiesta, cogeré una caja de doce. El Chiva, mi autorregalo por supuesto. ¿Olvido algo? Ah, la lejía, si mañana quiero continuar limpiando, necesito la lejía. ¿Qué más? Unos plátanos, me encanta el plátano frito para el desayuno”

Pasó por caja: el güisqui, los preservativos, los plátanos y la lejía. Al pagar notó que la cajera se reía, una risita interna que intentaba esconder tras una cara seria. Sara preguntó sin vacilar.

- ¿Ocurre algo?

- No, sólo que… con lo que ha comprado, ya ve… se me vino a la cabeza que…menuda juerga que…se va a pegar usted esta noche, ¿no? – a Sara le dio por reír a carcajadas, de esas carcajadas grotescas que a los niños pequeños da miedo.

- No, no creo que me pegue tal fiesta, mi marido no vuelve hasta mañana – ella tomó el cambio.

- Entonces con más razón – contestó la cajera. Ambas rieron al unísono.


Al volver, en el coche, le dio vueltas en su cabeza al incidente. Le hacía gracia la conclusión tan básica a la que la cajera había llegado. Calibró de simpática e imaginativa a la dependienta, además de valiente al decir exactamente lo que le había pasado por la mente. Aparcó, paró el motor. Subió las bolsas con la prisa de un vendaval.

Con movimientos automáticos pero quietos preparó todo; la bañera con agua casi ardiendo y espumeante, la música con baladas de Leonard Cohen, dos plátanos como cena en un plato y un vaso rebosante del alcohol al que no estaba acostumbrada. Apagó las luces dejando unas velitas como única iluminación. Sus ojos tardaron unos segundos hasta acostumbrarse a las sombras. Se desnudó delante del espejo, su mirada la recorrió; piernas duras, caderas prominentes, pechos aún tersos, piel todavía suave. Brindó acercando la copa hacía su otro yo. Se sonrojó ante su propia voluptuosidad “Por mis cuarenta y dos tan bien llevados”. Ya sumergida, despellejó uno de los plátanos, lo fue mordisqueando entre sorbo y sorbo de güisqui. Relajación de todos sus miembros, de nuevo en el vientre materno. Se sirvió dos copas más. La música la acariciaba. Sus párpados posados. Así comenzó; llevó sus manos de excursión por su cuerpo, sus pezones se doblaron al roce de las yemas. Sus dedos registraron el ombligo con el respectivo saco de cosquillas. Llegaron hasta la entrepierna, se mordió el labio inferior con los dientes. Se posaron en su interior de forma tan suave y lenta que se le escapó un gemido de placer antes contenido. La humedad era mezcla, agua y sustancia; abrió los ojos, no se avergonzaba. Gozaba viéndose a si misma en tal estado. Reflexionando tanto como un adolescente, cogió el plátano que había dejado en el borde de la bañera sin pelar. Con sus dedos creó el acceso ya dilatado de por sí, lo presionó poco a poco, meneándolo de lado a lado, en círculo, excitada reventó de placer. Cuando aquello terminó se quedó paralizada con el plátano en la mano.

La broma de la cajera había resurgido entre la espuma."


domingo, 29 de noviembre de 2009

Necesidades: Traspasando fronteras


En una carretera que unía dos nadas, dos pequeños pueblos de Murcia, allí se encontraba la gasolinera. El resto era una alfombra de pitas y cactus. Cuando el viento soplaba el azul del cielo se volvía marrón espeso, un lugar en el que poder tocar el aire, incluso masticarlo. La gasolinera, además de ser el único punto de la zona para repostar, disponía de una minitienda, cafetería y baños. Por aquellos lares, los viajeros que asomaban, que no eran muchos, algún alemán perdido de su ruta costera, quedaban impactados por el lugar.

Fuera todo parecía viejo: coches abandonados se apilaban a un lado, sillas de plástico llenas de mugre, el polvo se acumulaba en los cristales, las bombillas habían dejado de ser blancas para ser grises; todo anunciaba un interior caótico a los nuevos ojos. Cuando el cliente entraba en la gasolinera quedaba mudo, primero notaba el cambio de temperatura, unos ocho grados menos que en el exterior cosa que todos agradecían; al minuto contemplaba repisas repletas de productos recién salidos del horno, todos colocados con un orden desmedido y sin una mota de polvo. Cuando tomaban un café descubrían que de fondo se escuchaba música clásica, siempre un piano o un violín. Con estas impresiones tan gratas los visitantes solían quedarse más tiempo del planificado dentro del negocio, aprovechaban para ir al baño, leer el periódico, mirar de nuevo el mapa, tomar un bocado y charlar con el encargado, que además hacía las veces de cocinero, camarero, cajero y limpiador; toda una gama de habilidades en un solo hombre.

Francisco era de origen gallego, la mayor parte de su vida la había pasado entre Londres y Milán por lo que tenía familia materna en ambas ciudades, esa vida tan nómada le proporcionó grandes capacidades; hablaba cuatro idiomas y si oía durante una semana otra lengua la aprendía enseguida; no se alteraba por nada, sabía por experiencia que las cosas siempre se podían arreglar, y era un ser huraño por naturaleza pero sociable si la vida se lo exigía. Un ser que aprendió a disfrutar las horas vacías que le proporcionaba su oficio para aprender cosas del mundo; algunas veces las aprendía de los visitantes y otras de los libros que devoraba delante de la caja registradora, tenía “hambre” pero no quería moverse de aquel fantasmagórico lugar.

- Mister, please, ¿road to Murcia? –, claro estaba que eran ingleses, una parejita veinteañera, las caras llenas de polvo, sudados y el mapa manoseado.

- Tomen la carretera a la derecha –, Francisco elevó la voz, aunque sabía inglés a la perfección no le apetecía ponerles las cosas fáciles, disfrutaba viendo la cara de desconcierto que ponían los ingleses cuando uno mostraba el desconocimiento total de su santísimo idioma- derecha…okay? –, además éstos eran jóvenes, de la nueva Europa y no sabían nada de español, a eso se sumaba que acababan de interrumpir su grata lectura sobre “Jardinería para principiantes”- ¿han comprendido? –, se miraban el uno al otro, no les quedaba más remedio que contentarse.

Como tantos otros visitantes aprovecharon para ir al baño, tomar un refresco bien frío y divagar entre los productos de los expositores, comida, libros, revistas y guías turísticas. En ese momento llegó el propietario de unas cuantas fincas de la zona, Manolo, hombre bajito, regordete y de ojos saltones que siempre llegaba con las camisas llenas de sudor y los pantalones de tierra. En sus propiedades cultivaba cítricos y viñedos, tenía 30 trabajadores a sus órdenes y era uno de los conversadores favoritos de Francisco. Manolo le parecía un gran narrador, siempre tenía alguna historia que contarle, utilizaba un lenguaje plástico y unos gestos tan desmedidos que embaucaba a cualquier oyente. Pero esta vez Manolo no venía con muchas ganas de parlamentar:

- ¡¡¡Dios mío!!! Esto sólo me puede pasar a mí, ¡qué mala suerte la mía! Anda Francisco, déjeme las llaves que me limpie un poco –, los guiris hicieron mutis enseguida, mientras, Manolo se dirigía al baño dejando un rastro de sangre desde la caja registradora. A la vuelta no le quedaba ni una mancha roja por ningún lado.

- ¿Qué? ¿Estoy limpio? –, sonreía girándose sobre sí mismo.

- Ni rastro de sangre, pero explícame, ¿a quién te has cargado? –. Francisco puso dos cervezas frescas sobre el mostrador.

- No creas, cualquier día de estos me cargo a uno, tengo unos cuantos nombres en la cabeza, por ahora me conformo con el perro que acabo de atropellar en la carretera, el muy zoquete se me cruzó -. Una pausa para calmar la sed, Francisco lo interroga con la mirada, espera alguna explicación más-. ¡No me mires así, melón!, que no acaba ahí la cosa. Me bajo para echarlo al arcén y no dejarlo en la carretera, estaba a unos 4 metros; cuando me acerco me encuentro un bulto marrón y negro agonizando con las tripas fuera y un ojo colgando. Tuvo que ser un bonito Pastor Alemán, tenía hasta un lazo rosa –, otro sorbo, ahora se pone tenso, enciende un cigarrillo-. Al final he tenido que coger y atizarle varios golpes con un palo que tenía en el maletero. No iba a dejarlo allí sufriendo con este calor, con la sed y perdiendo sangre. El resultado ha sido salpicones en la ropa.

Cuando Manolo termina el relato, entra de nuevo la parejita de ingleses, estaban más pálidos que antes, se acercan a Francisco.

- Excuse me, Mister, ¿have you seen one dog near here? -, la chica coge una revista, la abre y señala un perro, su voz tiembla, sus ojos buscan una esperanza –. Like this one but with a pink ribbon.

- No, no. Sorry -, Francisco mueve la cabeza, negando, inalterable. Sabe que el animal por el que preguntan ya ha pasado a mejor vida. Se marchan, despacio.

Antes de salir, Francisco logra escuchar como él intenta calmarla: “She has to be near here, we’re going to find her. Take it easy!”

- ¿Qué te han dicho esos guiris?- Manolo lo sacó de su ensimismamiento.

- Buscan el camping de San Javier, les he dicho que por aquí no está –, durante la tarde Manolo se tomó unas cuantas cervezas en la gasolinera, el olor a carne muerta se había introducido en su nariz y aquel lazo rosa estaba en su cabeza paseándose a su antojo.

Por la noche Francisco decidió quedarse en la gasolinera, no le apetecía hacer los 30 Km. de coche que había hasta casa. “Tengo comida, libros y un sofá en la trastienda, ¿qué más necesito?”. Se sentó en el mostrador con un ejemplar de cocina hindú. Era más o menos media noche cuando oyó un ruido fuera, no muy lejano. Se repitió varias veces, como golpes secos, una y otra vez, y el eco de unos alaridos, parecían de una bestia. Se levantó con una linterna, a esas horas fuera no se vería absolutamente nada, su paso era lento. En el exterior volvió a escuchar el mismo sonido, lo siguió. Caminó quinientos metros en paralelo a la carretera, el pelo erizado y el corazón bombeando con más fuerza cada vez. Al principio era un bulto, “¿Será el Pastor Alemán?”, cuando acercó la linterna descubrió el cuerpo de una mujer, la sangre la cubría por completo, se agachó y la oyó decir: “No me dejes así, termina lo que has empezado”. Se sobresaltó y se despertó, se había quedado dormido en el mostrador sobre su libro de cocina, todo había sido un mal sueño, tan malo que estaba sudando. “Mira por donde voy a tener pesadillas por culpa del perro de los turistas ésos”.

Al día siguiente el viento no dejó de soplar. La tierra tomó el paisaje y pocos fueron los visitantes de la jornada, unos cuantos camioneros y gente del pueblo más cercano. Terminó su libro de cocina y tomó otro nuevo, “Jardinería para avanzados”. Mientras estaba en ello llegó una visita habitual, la policía. Eran Luis y Roberto, solían ir por allí a comerse unos buenos bocadillos y comentar los partidos del último fin de semana, él siempre los escuchaba atento. Pero esta vez notó un cariz diferente:

- Buenas Francisco, pon dos cervezas –, antes de servirlas quiso aclarar todo.

- Si venís por lo del perro de los ingleses esos del otro día...-, ambos pusieron cara de no saber nada -, pero..., ¿no venís por eso?

- Para el carro Francisco, no sabemos de qué ingleses ni de qué perro nos estás hablando. Venimos a por la cervecilla de siempre y a poner estos carteles, es de una mujer del pueblo, la estamos buscando –. Ante él vio la fotografía de una señora de 40 años, castaña, ojos brillantes, sonreía. Debajo en grandes letras estaba escrito “SE BUSCA” y el teléfono de la policía. Fue a por las cervezas mientras seguían contándole el caso –. Desapareció ayer tarde, iba a visitar la huerta de sus padres, los Conejeros; ¿sabes?, es ésa que está a las afueras saliendo por la nacional en esta dirección; la última persona que la vio fue el Manolo, el de los cítricos, dice que al salir de aquí la vio caminando al borde de la carretera, no le llamó la atención porque ya la había visto varias veces hacer el camino.

- ¿La has visto por aquí? –, sin quitar ojo de la fotografía quedó pensativo, “¿de qué conozco a esta mujer?”.

- Por aquí ayer pasó una pareja de ingleses y el Manolo, pero no esta muchacha. Colocad los carteles en la puerta de la entrada, estarán más visibles para todo el mundo. Es realmente una tragedia que desaparezca, ¿puede haberse marchado por cuenta propia? Sin decir nada a nadie.

- Todo en esta vida puede ser. Pero en un principio no parece que sea ese el caso-, los dos se levantaron y se despidieron.

Al cerrar la puerta Francisco recordó, “La chica desaparecida estuvo en mis sueños anoche”, salió y miró con más atención la fotografía. “No hay duda, es la misma mujer”. Durante esa tarde limpió la cocina, colocó las estanterías y ordenó el almacén, trajinando relajaba los nervios que por primera vez en su vida afloraron sin control ninguno. “¿Qué le voy a decir a la policía?, ¿que la mujer que buscan me visitó en un sueño y que estaba llena de sangre? Me tomarán por un loco” Estas dudas atormentaron la cabeza del pobre, tanto que no pudo concentrarse en su lectura. Así que atenuó su malestar con unas copitas de licor, se sentó en el sofá de la trastienda con el periódico y estando un poco más sereno consiguió leer la noticia en la que hablaban de la desaparición de una tal Laura. Era similar a cualquier otra noticia de las mismas características, “extrañas circunstancias”, “ningún sospechoso o testigo”, “sigue la investigación”, “todo el pueblo volcado”, etc. Despertó por el ruido que hizo la copa al caer al suelo. Era media noche, cogió el automóvil y se fue a casa.

A la mañana siguiente se alegró, había dormido como una marmota. Ese día puso en práctica lo aprendido en el libro de cocina hindú. Como era domingo no habría mucho lío en la gasolinera, podría prepararlo en la cocina del bar. Invitó a Manolo, siempre apreciaba su compañía. Preparó todos los ingredientes, algunos no los pudo encontrar en ningún sitio. Con su delantal inmaculado y el libro apoyado en la pared comenzó a preparar el “Arroz vella appam” y el “Balti de pescado con salsa de coco”. Sobre las dos de la tarde llegó el invitado con una botella de vino de su propia cosecha.

- Eso huele muy bien -, Manolo parecía un globo inflándose al olfatear la comida desde el otro lado de la barra. Pasaron la tarde entre copas de vino, chascarrillos de años pasados, chismes del pueblo y chistes descomunalmente malos. Podría decirse que era una sobremesa entre amigos algo achispados por el vino.

- Sabes, últimamente no duermo bien, creo que es desde que atropellé a aquel perro. Extraño, ¿verdad? –, Francisco puso una mueca de aflicción, “¿por qué tiene que sacar ese tema tan desagradable a relucir?, con lo bien que lo estamos pasando”.

Después de aquel comentario ya no pudo seguir riendo, ni escuchando historias, recogió la mesa e invitó cortésmente a Manolo a marcharse.

- He olvidado que tengo que terminar con el albarán de pedidos del mes pasado, mejor será que marches, ya te veo otro día –, “he sido demasiado brusco con él” – En serio, acabo de acordarme, ya sabes que mi jefe no perdona.

- No te preocupes hombre, mañana por la noche te invito yo a mi casa a cenar-, se levantó y se alejó tambaleándose.

Quedó solo y se tumbó en el sofá, de pronto volvió a escuchar el terrible sonido y los gemidos. Se vio a sí mismo cogiendo la linterna y salir al exterior. Era una noche con luna llena. La claridad inundaba aquel semidesierto. Al salir se encontró con la mujer desaparecida en pie, lo miraba fijamente, estaba vestida y llena de sangre, un lazo rosa rodeaba su cuello; se acercó a él lentamente y le susurró algo al oído. Al día siguiente despertó en el sofá de la gasolinera con un incipiente dolor de cabeza y un vago recuerdo de la pesadilla vivida. Tomó un café, poco a poco volvieron las imágenes, se acercó a la puerta de la gasolinera a ver la fotografía de la mujer desaparecida, comprobó que era la misma que esa noche lo había visitado en sueños. “Pero, ¿qué fue lo que me dijo Laura cuando se me acercó?, es algo importante, estoy seguro”. Así pasó todo el día en la gasolinera, limpiando, preparando bocadillos y leyendo algo. Por la tarde el calor era sofocante, dio más potencia al ventilador, en ese instante se acordó literalmente de las palabras que escuchó: “Los ingleses hicieron conmigo como Manolo con su perra”. Vaya con mi inconsciente, ha mezclado los sucesos de estos días en un desagradable cóctel. Menudas historias se monta mi cabecita ella sola.

Por la noche fue a casa de Manolo a cenar, eso siempre causaba furor en Francisco. Las razones de esa alegría eran los ibéricos de bellota y el buen vino con que su amigo solía obsequiarle. La velada fue tranquila, hablaron de los precios del mercado, de insecticidas; a ratos el silencio se hacía un hueco. A ellos no les incordiaba, más bien agradecían esos pequeños espacios de tiempo en los que miraban sus copas y escuchaban la televisión del vecino retumbar en la pared. Todo transcurría como tantas otras noches.

- Por cierto, ayer busqué el cadáver del perro, me sentía algo angustiado por haberlo dejado allí en la cuneta después de rematarlo, quería enterrarlo, ya sabes, soy un poco supersticioso –, hace una pausa, está sentado en el sofá, su voz suena solemne – Iba con mi pala preparada para hacer un buen agujero. Pero resulta que cuando llego el cuerpo no está. “Increíble” pensé, “¿quién diantres se ha molestado en llevárselo?”-, se levanta y coge un cigarrillo que no enciende – Entonces me vuelvo al coche, levanto la vista y veo un pequeño montículo de tierra con una cruz, si vieras mi cara de idiota –, se pasea de un lado al otro de la habitación - ¿quién crees que enterró a aquel animal?

- Ni idea -, Francisco sabe muy bien que pudieron ser los mismos dueños, aquella parejita de ingleses veinteañera, pero no siente que sea necesario informar de ello a Manolo – Seguramente haya sido un alma caritativa que va por ahí enterrando animales atropellados en carreteras –, se sonríe ante su propia ocurrencia, Manolo lo traspasa con la mirada mientras echa un ojo al reloj.

- ¡Déjate de tonterías! Ya son las 3 de la madrugada. Será mejor que te marches, mañana trabajamos los dos –. Francisco se despide. En el coche el miedo y el malestar de Manolo le causa risa, “¡Qué tierno es este hombre! Se preocupa por un animalucho muerto”. A las siete tenía que abrir la gasolinera así que decidió dormir allí. Cuando sólo quedaban quinientos metros para llegar vio unas luces en la carretera, al pasar se paró, reconoció a Luis y Roberto, los dos policías, estaban pidiendo una patrulla por radio. Bajó del coche, el corazón le empezó a latir con fuerza, “¿Qué me está ocurriendo?”.

- Buenas, ¿qué hacéis por aquí a estas horas? –, le sorprendió las caras de ambos, estaban blancos.

- ¿Ves aquel árbol? –, Francisco asintió con un movimiento enérgico – pues acabamos de encontrar el cuerpo de Laura, está allí; llevará unos dos días, parece como si un coche le hubiese pasado encima y después la hubiesen molido a palos, estábamos haciendo una batida buscándola y… -, ya no oyó nada más, estaba mareado, vomitó sobre el asfalto, las palabras del sueño se repitieron en su cabeza.

“Los ingleses hicieron conmigo como Manolo con su perra”


domingo, 22 de noviembre de 2009

Necesidades: Un twitter y dos personas.

- Hazte uno, es muy sencillo y sólo tendrás que mirarlo unos minutos al día -. Sonreían, ellos eran tres, todos jóvenes y con tiempo, mucho tiempo por delante. Aquella noche había transcurrido en una sala de conciertos, un grupo catalán deleitó a unos cientos, rimas y letras hechas para unos pocos. Él, afortunado, compartía conversaciones y bromas, pero no entendía aquello de una cuenta en internet, un Twitter decían.
- No, de verdad que no voy a hacerme un Twitter. Es algo que me quitaría tiempo.- Pedro y su chaqueta marrón, las gafas de intelectual, unos cuantos años de más y unos ojos azules ardientes. La cerveza tomó sus cuerpos y acabaron al amanecer intercambiando nombres de grupos y programas, haciendo asociaciones absurdas a la orilla del río. Pero Pedro había conseguido su objetivo, olvidar la semana, una semana que en 24 horas volvería a empezar.
Otro domingo más, el aburrimiento lo llevó frente al ordenador. Una invitación para esa cosa rara, bueno me abriré una cuenta de una vez. Se puso un Nick, probó con varios; al fin estaba en Twitter.
En unos minutos encontró su primera víctima, sus ojos se iluminaron de placer.

P.D.: sólo escribo esto para que "Pedro" se haga una cuenta de una vez.

martes, 10 de noviembre de 2009

Necesidades: Características


-…Las características de la literatura medieval son…- me interrumpió el móvil, con un suspiro contesté.


- ¿Diga?- quería seguir con la exposición de mi tema, quedaban siete meses para las oposiciones, ni un minuto que perder en divagaciones.


- ¿Hablo con José Hernández Sánchez?- por unos instantes dudé hasta de mi propia identidad.


- Sí, soy…yo.


- Mire, le llamamos de Educación, debe cubrir una baja en Tenerife, es para unos siete meses, en el “IES Manuel Martín González”, deberá presentarse allí el lunes próximo- el silencio conquista la línea telefónica- ¿Oiga?, ¿me escucha?


- Sí. Estoy aquí, puede decirme en qué zona de Tenerife queda ese centro, soy de Santander y no tengo ni idea.


- En el sur, mejor dicho, en el suroeste, ¿de acuerdo?


- De acuerdo- ¿qué otra cosa podía decir?, me senté en el escritorio, sopesé durante unos minutos el cambio de planes tan repentino. - El suroeste de Tenerife, ¿cómo será esa zona?- miré en el Google Earth, la chica del teléfono me dijo que el centro quedaba en el municipio de Guía de Isora. Lo siguiente fue anunciar a mis padres mi viaje inminente y reunir todos los apuntes en la maleta; después busqué la forma más rápida y barata de llegar a mi destino el lunes por la mañana, lo que resultó un Iberia hasta Madrid, un Spanair hasta el Aeropuerto de Reina Sofía, dos autobuses y cierto mareo a causa de las curvas de la carretera que iba de Los Cristianos al pueblo de Guía de Isora.


Cuando llegué era domingo, pasé un frío espantoso, pensaba que en el Suroeste de Tenerife la temperatura sería agradable pero por ese entonces nadie me había explicado lo de los microclimas y las temperaturas de las zonas de medianías. Una carretera nacional atravesaba el pueblo inundado de nubarrones, era por la tarde, casi anochecía; me quedé indeciso en la parada con la maleta, desde allí mismo divisaba el mar y otra isla, ¿sería La Palma o La Gomera? Unas mujeres hablaban animadamente a mi lado, les pregunté donde encontrar un hostal. Ambas se miraron, sonrieron y sin darme cuenta empezaron a interrogarme, en pocos minutos sabían quien era y a lo que venía. Por muy reservado que yo fuese no se les escapaba nada, podrían haber sido unas buenísimas agentes de la CIA. Al menos conseguí que me presentaran a la dueña de un bar, una mujer que rondaba los sesenta, de sonrisa amplia pero mirada triste; seguro que ella podría ofrecerme algo:


- Muchacho aquí de hostales nada, si quiere puede bajar a Alcalá. Playa o a Puerto Santiago, aquí lo único que le puedo ofrecer es un piso en alquiler.


- De acuerdo- era la segunda vez en tres días que decía de acuerdo porque no me quedaba más remedio. La dueña, a la que llamaban Doña, me llevó hasta el piso, dos habitaciones y con todo lo necesario para entrar a vivir. Cerramos el trato, 400 euros al mes incluida luz y agua:


- El instituto no le queda lejos, podrá ir andando. Si necesita cualquier cosa estaré en el bar. Yo ya estoy un poco cansada, ¿sabe?- yo también lo estaba del viaje, pero se me antojó descortés pedirle que me dejara solo- Me recuerda a mí misma cuando vine a Guía para siempre.


- ¿Usted no es de aquí?- ella tomó asiento.


- Sí, soy de Guía, pero me tiré 25 años en Venezuela, cuando yo era joven las cosas aquí estaban muy difíciles, así que decidí irme. Allí, en Venezuela era una extranjera, aquí no acabo de acostumbrarme, es como si no perteneciese ni a un pueblo ni al otro. A la vuelta monté el bar y compré dos pisos. Ahora lo que hago es esperarla - me desconcertó un poco.


- Esperar, ¿a quién?- la Doña quedó muda, se levantó del sofá.


- Bueno, creo que es hora de irme, he dejado al camarero solo y él en la cocina no se maneja bien - sin más cerró la puerta llevándose sus penas consigo.


A la semana siguiente ya se había acostumbrado a las clases y conocía a sus compañeros. Durante los recreos solía salir a desayunar al bar que se encontraba en frente del instituto, le gustaba aquella cafetería, obreros y algunas amas de casa solían andar por allí. Siempre se sentaba junto a la ventana, las plataneras se alzaban más abajo, un saludo vespertino. Una de esas mañanas sus ojos y sus oídos se toparon con la conversación que mantenían en la mesa de al lado dos paisanos, uno era policía de la zona, el otro no quedaba muy claro a que se dedicaba.


- Pero Paco, ¿cómo piensas montar el sistema de regadío en tan poco espacio? – era el policía el que preguntaba.


- Tú déjalo todo en mi mano, yo sé lo que me hago. El martes salgo a pescar, ¿te vienes?


- No puedo, tengo turno de noche en la comisaría. Ya me gustaría a mí. Otra cosa, ¿conseguiste arreglar el radiador del coche del médico?


- Sí, con un clip de esos, menuda antigualla que tiene, un SEAT 127, con lo que gana yo tendría un Mercedes - el policía se puso en pie- Ah, y que no se te olvide llegarte mañana por casa, tengo unos guayabos de la huerta que están buenísimos.


- Vale, pero “chacho”, tienes tiempo para todo, ¿tú no te cansas de hacer cosas?


- Sí, a veces me duele la espalda, creo que es por el aburrimiento.


Cuando el policía desapareció el profesor estaba atónito, aquel hombre, Paco, con ropa de otra época, piel dorada y nariz aguileña era capaz de muchas cosas; cayó en la cuenta de que en una situación de emergencia y necesidad el que sobreviviría de ellos dos sería ese hombre, porque ¿de qué serviría ser Licenciado en Filología Hispánica?

Durante muchos días La Doña y Paco siguieron paseándose a su antojo por la cabeza del profesor, se preguntaba qué era lo que ella esperaba y cómo era posible que aquel hombre fuese pescador, agricultor y mecánico a la vez. Cumplía con su rutina, las clases, la comida, la ropa, la compra y las oposiciones, pero lo hacía de una manera mecánica, diríase de un robot programado.

Al llegar la noche no podía más, llevaba toda la semana estudiando, la maldita literatura medieval lo tenía del revés, así que salió a dar un paseo. Esta vez tomó su abrigo. Fuera todo parecía sacado de una película de terror, el silencio, las calles vacías, por compañía el eco de sus pasos; se dirigió a la plaza, vislumbró una sombra sobre uno de los bancos. Al acercarse se dio cuenta de su equivocación, era una persona de carne y hueso la que estaba allí sentada. Por lo poco que se podía ver se trataba de un hombre de unos cuarenta años, fumaba una pipa y no dijo nada cuando él se sentó a su lado. A los diez minutos se decidió:


- Así que tú eres el nuevo profesor de Lengua, bienvenido a Guía.


-Parece que las agentes de la C. I. A. han hecho su trabajo a la perfección- dije entre dientes acordándome del interrogatorio de tercer grado al que me vi sometido en mi llegada.


- ¿La C. I. A. ?


- No, nada.


- Es raro ver a alguien a estas horas por la calle. ¿Necesitas confesar tus pecados?


-Bueno, alguno tengo, pero no creo en esas cosas- el hombre ni se inmutó.


-Me llamo Luis, aunque me llaman el Cura y casualmente lo soy. ¿Qué es lo que no crees? Para seguir vivo en algo tienes que creer, aunque tú no seas consciente de ello. Yo mismo creo en algo.


- Claro, usted es cura, por eso cree – un silencio, después la voz ronca prosiguió sin moverse, una estatua en mitad de una plaza.


- Te equivocas, yo creo en el pelo. Colecciono pelos de las personas, tengo un gran muestrario. Alguna vez entraré en el Libro de los Récords Guinness – no sabía como reaccionar ante tal confesión.


- Vaya, debe ser muy especial esa colección suya.


- Es increible, ningún pelo es igual a otro, como las personas, me tiene fascinado, unos son más rizados, otros tienen tonos más claros. Además estoy estableciendo una relación directa entre el tipo de pelo y la forma de ser de las personas.


- Y dentro de su estudio, ¿dónde quedamos los calvos como yo?-acababa de hacer aquella pregunta de forma casi automática, ¿me estaba tomando en serio aquella conversación?


- Esa es una de las cosas que aún no he averiguado. Bueno, voy a ver si puedo echar una cabezadita, mi casa queda ahí al lado – el Cura se alejó con paso tranquilo, el humo de la pipa dejó un rastro tras él.


Volví a mi piso de alquiler, necesitaba encender la televisión y cerciorarme de que seguía en el planeta Tierra; la antena esa noche había perdido la señal.


Nota: este relato lo escribí el curso pasado en Tenerife.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Necesidades: La rendija.


Sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, miraba por la rendija de la puerta. Mis ojos rojos, posiblemente del sueño, sólo posiblemente. La espalda recorrida por escalofríos, los pies sobre hielo de cemento, con una respiración mantenida para hacerme invisible, desaparecer.
Entonces se oían las voces, ya me sabía de memoria el guión. Primero ella, pedía explicaciones, esas no eran horas, hueles a alcohol, tienes carmín en la camisa y ni siquiera has visto hoy a las niñas. Después él, serio, extremadamente seguro, siempre estás controlándome, no digas tonterías, ya uno no puede pararse a tomar ni una cerveza con los compañeros.
Portazos, lágrimas, esa noche dormirían separados.
Al día siguiente asistía a clase con los ojos rojos, posiblemente del sueño, sólo posiblemente, y con la cabeza centrada en absorber. Aquellos textos, números y normas me daban una forma de pasar el tiempo, lejos de la rendija de la puerta, muy lejos.
Después clases de autonomía: calentar las lentejas que ella dejó preparadas la noche anterior, el pan lo traía mi hermana, limpiábamos los platos, barríamos, hacíamos las camas y discutíamos. Entonces la llamábamos al trabajo, "que la hermana me ha pegado y no me deja ver la tele", gritos por el auricular.
Por la tarde, cuando ella volvía del trabajo, nos miraba las tareas; sí, miraba porque no entendía ni mu, ¿verdad? Le olía el pelo a fritanga, al abrazarla no importaba, su cuello mantenía el aroma de jabón fresco. Él aparecía algunas veces a tiempo para las buenas noches, otras para dar las malas.

Y yo allí seguía, detrás de la puerta, atendiendo a cada detalle, frotando los ojos rojos.

Necesidades: Camilla



Ya no me molestaba tanto el puto horario, en dos años me había acostumbrado, entrar a las doce de la noche y salir a las siete de la mañana. Es más, este horario me permitía desayunar con mi mujer antes de que ella se fuese al curro; después dormía hasta la hora de comer, las tardes las tenía para hacer lo que más me gustaba, cine, lectura, ver a los amigos, etc.


Lo que me seguía jodiendo de aquel trabajo era el frío, la humedad que hacía en aquel sótano; el cuartucho no estaba mal, tampoco era una joya. Había un sillón, una tele y una estufa que no servía para nada porque el frío allí entraba en los huesos quisieras o no. Junto a la puerta, en la pared, estaba el “aparato de los cojones”, como todos lo llamábamos, una máquina tocapelotas conectada al resto de plantas del edificio. El “aparato de los cojones” podía sonar una vez en la noche, varias veces o ninguna, dependiendo del estado de salud de todas las personas que estaban allí ingresadas. Cuando sonaba te levantabas, te quitabas las legañas y te cagabas en todos los santos y vírgenes habidos y por haber. Los siguientes pasos eran muy simples, subías con unos papeles y una camilla, no una camilla como las que ustedes piensan, grande y con un colchón, sino una de hierro, estrecha, fría. Después montaba en el ascensor y pulsaba el número de la planta correspondiente a la llamada del “aparato de los cojones”.


Normalmente uno esperaba que le llamasen de la planta de pulmón o corazón, que la persona que bajases fuese mayor, al menos más mayor que uno mismo, porque cuando era un niño/a, adolescente o simplemente alguien más joven que tú te volvías a acordar de todo el santuario del cipote, y no precisamente para rezar por el alma del difunto. Era una solemne putada, bajar en el ascensor con la familia y el cadáver hasta el sótano, cuando el cuerpo no tenía más de quince años. Aunque con el paso del tiempo te acostumbrabas a ver de todo, te inmunizabas, o mejor dicho la veías tanto que al cabo de la semana que te familiarizabas con la muerte. La veía como algo tan normal que a veces me tocaba los huevos poder ser tan indiferente. De alguna forma mi propia memoria se hizo selectiva; al día siguiente, al levantarme en casa a medio día, jamás recordaba la imagen del cuerpo descendido, sus rostros eran nebulosas, jodidas manchas, lagunas en mi cabeza, dolores de tripa, cagadas mentales. Por las tardes, cada vez con más frecuencia, mis pensamientos volaban forzosa pero inconscientemente a la noche anterior, justo al momento en el que se pasaba el cuerpo de una camilla a otra. Cuando estas imágenes remontaban sentía pesadez en mi cabeza, el malhumor se apoderaba y calmaba mi cuerpo con güisqui escocés. Síntomas de un trabajo poco grato pero estupendamente pagado, tanto que podía seguir costeándome botellas del mejor güisqui.


Pasaron tres años, cuatro años, me hicieron fijo, contrato para toda la vida.

Al sexto año lo dejé. Era Mayo, otra noche más allí abajo, intentando dormir. Esta vez no sentía humedad, más bien calor, sofocante. Sobre las tres de le mañana sonó, un timbre fuerte y seco. Planta primera, me llamaban de Urgencias. Subí, tome el primer pasillo, oscuro. Al final estaban los médicos de guardia, Álvaro, María y Sonia. De pie, me miraban, estaban nerviosos. Al llegar, la vi, con sangre en el rostro la reconocí. Mi mujer ya no respiraba. Me acerqué. La pasé a la camilla. “Un accidente de coche”, dijo Álvaro. Hice mi trabajo. La bajé, rellené aquellos papeles. Llamé a la familia.


A solas, con ella, lloré como nunca. Mientras lo hacía comencé a recordar uno a uno los rostros de cada una de las personas que había visto muertas en esos seis años. Todas sonreían. Claudia ya no estaba, yo dejé de ser inmune. Volví a ser humano.


sábado, 7 de noviembre de 2009

Necesidades: Una certitud

En mi visita a aquel país descubrí el placer del silencio .En Canadá cuanto más al norte y más alejado de las ciudades se está más incertidumbres pueden aparecer en el horizonte de uno mismo. Fue en Abril del 2008 cuando decidimos, Beatriz y yo, buscar un vuelo con dirección Québec. Las fechas estarían entre el mes de julio y agosto. Beatriz además quería practicar los dos idiomas aprendidos en época universitaria pero olvidados por el poco uso dados. Desde España alquilamos un coche para esas tres semanas y reservamos un albergue para las dos primeras noches en Québec; Internet, utensilio indispensable en el siglo XXI. El resto de los días fue una gran aventura, no reservamos nada, íbamos al día, más de una vez tuvimos que montar la tienda campaña en el monte.


Durante esos días disfruté con Beatriz de de largas conversaciones, no teníamos televisión, ni radio, ni nada parecido. Los bosques eran frondosos; olmos, abetos y pinos nos acompañaban en cada paso de los muchos senderos que hicimos a pie. La lluvia nos deprimía un poco porque cualquier excursión se convertía en un fiasco pero los días de sol fueron muchos. Nos impresionaba ver por la carretera lagos y ríos a cada kilómetro. “Mira, ¡aquí tienen oro y todavía no lo saben!” decía Beatriz mientras mi boca se abría como la de un niño pequeño ante un pastel de chocolate.


La primera semana fue como un sueño; en algunas de nuestras caminatas llegamos a ver zorros, un osezno, un puercoespín y algunas ardillas, todos en libertad.

La segunda semana comenzaron a acecharme las dudas. Ante tanta tranquilidad y silencio, ante tanto tiempo por delante, sin hacer mucho, mis pensamientos viajaron hasta mi centro de trabajo, un instituto de secundaria. Recordé vagamente el último curso, las diputas entre algunos compañeros, los malos alumnos y los buenos. Me planteé que cursos escogería el próximo año, qué decisiones del anterior habían sido acertadas o erróneas, puse en tela de juicio mi propia profesionalidad ¿Estaba yo a la altura de las circunstancias? ¿Realmente mi profesión me satisfacía? Estas interrogantes planeaban sobre mi cabeza, me preocupaba no encontrar respuestas aceptables y haber tenido que ir de vacaciones a Canadá para planteármelas.

Beatriz, como mujer con su sexto sentido, era consciente de que algo no marchaba bien, pero siempre fue paciente y no intentó presionarme con preguntas del estilo: ¿Qué te ocurre, ¿Estás bien?... Intenté alegrarme con los días tan buenos que hacían, incluso pudimos bañarnos en un lago; Beatriz también lo intentaba, estaba más cariñosa y habladora que de costumbre.

Los esfuerzos de ambos no dieron resultado; cuando llegaba la noche, sobre las nueve, y nos tumbábamos en la tienda o en la cama de cualquier albergue la pesadilla volvía a mi cráneo. El mar de dudas abrasaba mi persona extendiéndose a otros temas como mis amigos. Atraía sus nombres y sus rostros, las últimas conversaciones con ellos. Seguíamos en contacto aunque cada uno había marchado a una ciudad del país a buscar una salida profesional a los estudios ¿Realmente eran mis amigos? ¿Manteníamos el contacto lo suficiente? La noche se volvía más negra aun, Beatriz roncaba, yo padecía de imnsonio en plenas vacaciones. Suspiraba y daba miles de vueltas entre las sábanas antes de conciliar algo parecido al sueño.

Al final Beatriz no tuvo más remedio que preguntarme “¿Qué te ocurre?” mi respuesta no fue sincera “Nada estoy un poco aburrido, eso es todo” Suspiró, fue uno de los momentos más horribles; ella fue a darse una ducha mientras yo quedé en la habitación tumbado en la cama, mirando la nada a través del techo. En aquellos instantes llegué a dudar de mi relación con Beatriz ¿Por qué no le he dicho lo que me ocurre? ¿No confío en ella? ¿Fue bueno conocerla?. Las palabras frustración y angustia mostrarían muy bien mi estado de ánimo.

A la vuelta a España, la última noche la pasamos en Québec, salimos a cenar a un bar de comida rápida a gastar nuestros últimos dólares. En aquel antro todo se desplomó. Una chica joven, de unos veinte años, nos atendió. Tenía el pelo muy cortito y pintado en morado, aquello me llamó mucho la atención. Vestía con collares de colores muy alegres. Cuando se acercó para preguntarnos lo que deseábamos nos dejó atónitos. Su voz era dura, fría, su mirada infranqueable. No mostraba ningún atisbo de simpatía, la sonrisa se había olvidado de su cara. El rostro era el retrato de la tristeza, la forma de hablar y moverse la de la amargura.


Al alejarse la joven, Beatriz no tardó en reaccionar:

-¿Has visto que chica tan rara?

- Está triste, ¿verdad?- lancé sin esperar respuesta.

- Sí, tan joven y ya parece estar muerta en vida.

Aquella frase echó por tierra mis absurdas dudas.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Necesidades: Los zapatos.

- Yo, ya sabes, soy famoso aquí porque tengo la manía de intentar suicidarme cada dos por tres. Pero ¿tú?, ¿cómo has llegado hasta aquí?, pareces bastante cuerdo.


- Ya ves, no lo sé, todo ocurrió tan rápido, me gusta creer que fue por culpa de mi trabajo, aunque a veces…, a veces se me pasa por la cabeza que todo ha sido culpa de mi novia y mi madre –Antonio se destapó, el día estaba caluroso y las enfermeras no pondrían el aire acondicionado hasta el medio día. Carlos, su compañero de habitación, lo miraba interrogante.


- Menudas arpías, ¿qué te hicieron?- Carlos no pararía hasta enterarse de todo, así que Antonio se acomodó en su cama y bebió un vaso de agua.


- Ellas no querían hacerme daño, simplemente hicieron lo que pensaron que era correcto. Aunque, ¿qué es lo correcto?- un silencio se instaló, el eco del resto de residentes se escuchaba de fondo, Carlos seguía escudriñando su mirada, le faltada decir “sigue hombre que estas en lo más interesante”- El caso es que hace cinco años yo trabajaba en la Policía, creía en la justicia, desde niño soñaba con serlo. Lo conseguí con 25 años. Era más joven, la acción era de mi gusto, así que cogía todos los turnos de noche que podía.

- ¿Te gusta trabajar de noche?, tú estás fatal, ya sé porque estás aquí – Carlos comenzó a reír deliberadamente, aquello enfadó a Antonio, lo había interrumpido, su cara se puso colorada, se levantó bruscamente en dirección al baño dando un portazo tras de sí. El otro continuaba riendo de forma casi estridente. Durante la cena no cruzaron palabra alguna.




- Bueno, hoy me he levantado sin ningún tipo de crisis, ¿qué?, ¿me vas a seguir contando lo que te ocurrió? – Carlos se sentó en el borde de su cama suplicante con sus hombros hacia delante y unos labios a punto de hacer pucheros infantiles.


- ¿Estás seguro o te vas a reír a la primera de cambio?-la voz del compañero sonó seca, Carlos hizo unos gemidos confusos, Antonio prosiguió- Bueno, pues yo hacía muchos turnos de noche. Algunas de esas noches atendíamos llamadas de accidentes de tráfico; recuerdo el primero porque allí fue donde empezó mi calvario. Una moto había derrapado en la autopista sur, cuando mi patrulla llegó las víctimas ya estaban camino del hospital, en el reconocimiento de la zona encontré un zapato, supuse que era de uno de los accidentados; lo guardé con la intención de entregárselo a su propietario en el hospital. Jamás se lo entregué, lo guardé en un armario de casa.


Con el paso del tiempo me di cuenta de que en todos los accidentes de carretera de cierta intensidad los implicados perdían los zapatos, si no los dos, al menos uno. Como un hábito me acostumbré a recoger esos zapatos y guardarlos en casa ¿Qué se me pasaría por la cabeza? Mi novia se enteró al ver el trastero lleno de zapatos, me dijo que tenía que deshacerme de ellos, que aquello era de dementes. Entonces empezaron los tics nerviosos, mi cabeza se ladeaba de forma convulsiva cada vez que salía con ella. Aquello nos distanció. Yo seguí con mi pérfida colección, era algo que no podía controlar. Mi novia para intentar salvar nuestra relación habló con mi madre sobre los zapatos y los tics nerviosos. Mi madre tan comprensiva como siempre me obligó a ir a un prestigioso psicólogo de la ciudad. Claramente con la ayuda de aquel psicólogo todo fue a peor, los olvidos me acecharon; no recordaba dónde dejaba aparcado el coche, se me pasaron citas con amigos y familiares, perdí el móvil, de repente me encontraba en un centro comercial sin saber la razón por la que había ido. Hasta el día en el que perdí mi pistola, mis superiores pidieron un informe médico, aconsejaron seis meses en este hospital mental. Mi novia y mi madre me animaron a ingresar.


- Vaya, ¿es verdad que en los accidentes pierden los zapatos?

- Sí, ¿a que es extraño?