lunes, 14 de diciembre de 2009

Necesidades: Correcaminos


Todo empezó en fin de año; esa noche cené con la familia en la casa de mis padres. Estaba atestada de sobrinos, hermanos, abuelos y alguna mascota. Todos sonrientes y complacientes, todos complacidos de sus vidas. Pasada la hora de la “reflexión individual” llegaba la “reflexión colectiva”; creo que esto lo hacían para ver un rato más tarde si yo me atragantaba con las uvas de una vez. Pero no estaba dispuesta a darles ese gusto.

Para la reflexión colectiva siempre comenzaba mí cuñado Alberto, un psicólogo cincuentón con barriga, tres hijos necesitados de cariño lleno de normas y creyente en sus teorías sobre la mente y la conducta humana. Como Dios propietario de la verdad Alberto me lanzaba alguna cuestión aparentemente inocente pero llena de una segunda intención que el resto de comensales tomaba por cosas de cuñados.

Aquel año comenzó por: “Andrea, ¿me ha dicho tu hermana que dos de tus amigas se han liado?”. Primer torpedo lanzado justo al tema de las relaciones personales, “Pues sí cuñado, cada cual con su vida que haga lo que le plazca, ¿no?” Graso error mi respuesta, le di pie a un segundo cañonazo “Pues sí Andrea, tienes toda la razón del mundo; y ¿tú?, ¿has encontrado ya un amigo?” Entonces saltaba mi hermana, la pobre intentaba echarme un cable, lo que conseguía era dejarme más desnuda todavía, “Anda déjala tranquila, sólo tiene 32 años, ¿para qué quiere novio tan pronto? Mejor que se dedique a sus amistades y su trabajo” En ese momento le brillaban los ojos a mi cuñado, otra bala directa “Bueno a sus amistades que no se dedique mucho que puede acabar pasándose a la acera de enfrente, como sus dos amigas que de golpe son lesbianas” Las risas del resto de la familia resoban en el portal. Yo preferí callar, no fuese que soltase demasiadas certitudes sobre Alberto y mi hermana.

Después le tocaba el turno a mi hermano menor Pedro, un empresario listo, guapo e independizado de casa de mis padres mucho antes de que yo lo hiciese. Cuando éramos niños jugábamos horas y horas, ahora me torturaba con palabras llenas de clavos pedantes y superioridad flagelante. “Andrea, ¿cómo fue la entrevista de trabajo?” A ver, tenía que pensar rápidamente adonde quería ir a parar mi hermanito del alma. “Pues bien; no me llamaron, si es eso lo que querías saber. De todas formas tengo un año de paro, algo encontraré” Todos hacían como que no escuchaban, pero estaban atentos a cada palabra. “Claro que sí, pero si no encuentras nada siempre puedes volver a casa de papá y mamá” Menudo tormento, consejos del malcriado de la familia.

Por último apareció mi madre en el salón con una bandeja llena de turrón, bombones y polvorones. Mi ánimo comenzaba a decaer, tomé varios trozos de chocolate para alegrar mi mente. Entonces mi madre me miró fijamente y me lanzó sin contemplaciones: “Hija deja de comer chocolate que estás muy gorda, ¿cómo vas a encontrar un novio y un trabajo con esas carnes?”

Me bebí tres copas de champán seguidas, en realidad todos tenían razón, pero ello no les daba derecho a atormentarme cada navidad con la misma milonga, como si fuesen mejores personas. No tenía trabajo, ni pareja, ni un grupo de amigos razonablemente cuerdo, además mi cuerpo era demasiado redondo, no hacía nada por mí ni para mí. Así que aquel funesto día, al tomar las uvas con las campanadas evité atragantarme y prometí cambiar mi vida de una vez.

Esa promesa me llevó a un viaje por China y a montar mi propia tienda de juguetes. Además comencé a tomar el hábito de andar todos los días una hora, al principio iba muy lenta; me tuve que imaginar que alguien me perseguía para ir más rápido, pero no sólo iba rápido a caminar, también lo hacía para ir a trabajar, a comprar, al cine, etc. Después de unos meses había perdido 20 kilos, la familia y la gente del barrio me puso un mote, la Correcaminos.

La siguiente Navidad la reflexión colectiva se tornó menos divertida para mi cuñado Alberto, mi hermano Pedro y mi propia madre, la víctima de otros años ya no era tan apetecible. Sus risas casi no se oyeron en toda la noche.

4 comentarios:

César dijo...

Yo me hubiese emborrachado sin más y no hubiese cambiado nada mi vida. Lo reconozco, soy un cobarde.

Recuerdos perdidos dijo...

No creo que se trate de cobardía, más bien de dejar la contemplación y pasar a la acción.
Saludos.

Joselu dijo...

Bien descrito el ambiente familiar cruzado por dardos envenenados. Te conozco poco todavía y no sé si esto es un relato inventado o un trozo de vida recreado. En todo caso, me lo he pasado bien leyéndolo. Saludos ;-)

Recuerdos perdidos dijo...

Sólo retazos de vidas mezclados con imaginación.