lunes, 9 de noviembre de 2009

Necesidades: Camilla



Ya no me molestaba tanto el puto horario, en dos años me había acostumbrado, entrar a las doce de la noche y salir a las siete de la mañana. Es más, este horario me permitía desayunar con mi mujer antes de que ella se fuese al curro; después dormía hasta la hora de comer, las tardes las tenía para hacer lo que más me gustaba, cine, lectura, ver a los amigos, etc.


Lo que me seguía jodiendo de aquel trabajo era el frío, la humedad que hacía en aquel sótano; el cuartucho no estaba mal, tampoco era una joya. Había un sillón, una tele y una estufa que no servía para nada porque el frío allí entraba en los huesos quisieras o no. Junto a la puerta, en la pared, estaba el “aparato de los cojones”, como todos lo llamábamos, una máquina tocapelotas conectada al resto de plantas del edificio. El “aparato de los cojones” podía sonar una vez en la noche, varias veces o ninguna, dependiendo del estado de salud de todas las personas que estaban allí ingresadas. Cuando sonaba te levantabas, te quitabas las legañas y te cagabas en todos los santos y vírgenes habidos y por haber. Los siguientes pasos eran muy simples, subías con unos papeles y una camilla, no una camilla como las que ustedes piensan, grande y con un colchón, sino una de hierro, estrecha, fría. Después montaba en el ascensor y pulsaba el número de la planta correspondiente a la llamada del “aparato de los cojones”.


Normalmente uno esperaba que le llamasen de la planta de pulmón o corazón, que la persona que bajases fuese mayor, al menos más mayor que uno mismo, porque cuando era un niño/a, adolescente o simplemente alguien más joven que tú te volvías a acordar de todo el santuario del cipote, y no precisamente para rezar por el alma del difunto. Era una solemne putada, bajar en el ascensor con la familia y el cadáver hasta el sótano, cuando el cuerpo no tenía más de quince años. Aunque con el paso del tiempo te acostumbrabas a ver de todo, te inmunizabas, o mejor dicho la veías tanto que al cabo de la semana que te familiarizabas con la muerte. La veía como algo tan normal que a veces me tocaba los huevos poder ser tan indiferente. De alguna forma mi propia memoria se hizo selectiva; al día siguiente, al levantarme en casa a medio día, jamás recordaba la imagen del cuerpo descendido, sus rostros eran nebulosas, jodidas manchas, lagunas en mi cabeza, dolores de tripa, cagadas mentales. Por las tardes, cada vez con más frecuencia, mis pensamientos volaban forzosa pero inconscientemente a la noche anterior, justo al momento en el que se pasaba el cuerpo de una camilla a otra. Cuando estas imágenes remontaban sentía pesadez en mi cabeza, el malhumor se apoderaba y calmaba mi cuerpo con güisqui escocés. Síntomas de un trabajo poco grato pero estupendamente pagado, tanto que podía seguir costeándome botellas del mejor güisqui.


Pasaron tres años, cuatro años, me hicieron fijo, contrato para toda la vida.

Al sexto año lo dejé. Era Mayo, otra noche más allí abajo, intentando dormir. Esta vez no sentía humedad, más bien calor, sofocante. Sobre las tres de le mañana sonó, un timbre fuerte y seco. Planta primera, me llamaban de Urgencias. Subí, tome el primer pasillo, oscuro. Al final estaban los médicos de guardia, Álvaro, María y Sonia. De pie, me miraban, estaban nerviosos. Al llegar, la vi, con sangre en el rostro la reconocí. Mi mujer ya no respiraba. Me acerqué. La pasé a la camilla. “Un accidente de coche”, dijo Álvaro. Hice mi trabajo. La bajé, rellené aquellos papeles. Llamé a la familia.


A solas, con ella, lloré como nunca. Mientras lo hacía comencé a recordar uno a uno los rostros de cada una de las personas que había visto muertas en esos seis años. Todas sonreían. Claudia ya no estaba, yo dejé de ser inmune. Volví a ser humano.


4 comentarios:

Anónimo dijo...

Bravo.

César dijo...

Bonita historia Carmen. Me gusta tu blog, lo seguiré. Saludos

Unknown dijo...

Este es el primer relato tuyo que leí. Me encanta.

Recuerdos perdidos dijo...

Mocatriz, es lo que me pasa a mí, por muchos relatos que escriba creo que ninguno supera a este.