sábado, 7 de noviembre de 2009

Necesidades: Una certitud

En mi visita a aquel país descubrí el placer del silencio .En Canadá cuanto más al norte y más alejado de las ciudades se está más incertidumbres pueden aparecer en el horizonte de uno mismo. Fue en Abril del 2008 cuando decidimos, Beatriz y yo, buscar un vuelo con dirección Québec. Las fechas estarían entre el mes de julio y agosto. Beatriz además quería practicar los dos idiomas aprendidos en época universitaria pero olvidados por el poco uso dados. Desde España alquilamos un coche para esas tres semanas y reservamos un albergue para las dos primeras noches en Québec; Internet, utensilio indispensable en el siglo XXI. El resto de los días fue una gran aventura, no reservamos nada, íbamos al día, más de una vez tuvimos que montar la tienda campaña en el monte.


Durante esos días disfruté con Beatriz de de largas conversaciones, no teníamos televisión, ni radio, ni nada parecido. Los bosques eran frondosos; olmos, abetos y pinos nos acompañaban en cada paso de los muchos senderos que hicimos a pie. La lluvia nos deprimía un poco porque cualquier excursión se convertía en un fiasco pero los días de sol fueron muchos. Nos impresionaba ver por la carretera lagos y ríos a cada kilómetro. “Mira, ¡aquí tienen oro y todavía no lo saben!” decía Beatriz mientras mi boca se abría como la de un niño pequeño ante un pastel de chocolate.


La primera semana fue como un sueño; en algunas de nuestras caminatas llegamos a ver zorros, un osezno, un puercoespín y algunas ardillas, todos en libertad.

La segunda semana comenzaron a acecharme las dudas. Ante tanta tranquilidad y silencio, ante tanto tiempo por delante, sin hacer mucho, mis pensamientos viajaron hasta mi centro de trabajo, un instituto de secundaria. Recordé vagamente el último curso, las diputas entre algunos compañeros, los malos alumnos y los buenos. Me planteé que cursos escogería el próximo año, qué decisiones del anterior habían sido acertadas o erróneas, puse en tela de juicio mi propia profesionalidad ¿Estaba yo a la altura de las circunstancias? ¿Realmente mi profesión me satisfacía? Estas interrogantes planeaban sobre mi cabeza, me preocupaba no encontrar respuestas aceptables y haber tenido que ir de vacaciones a Canadá para planteármelas.

Beatriz, como mujer con su sexto sentido, era consciente de que algo no marchaba bien, pero siempre fue paciente y no intentó presionarme con preguntas del estilo: ¿Qué te ocurre, ¿Estás bien?... Intenté alegrarme con los días tan buenos que hacían, incluso pudimos bañarnos en un lago; Beatriz también lo intentaba, estaba más cariñosa y habladora que de costumbre.

Los esfuerzos de ambos no dieron resultado; cuando llegaba la noche, sobre las nueve, y nos tumbábamos en la tienda o en la cama de cualquier albergue la pesadilla volvía a mi cráneo. El mar de dudas abrasaba mi persona extendiéndose a otros temas como mis amigos. Atraía sus nombres y sus rostros, las últimas conversaciones con ellos. Seguíamos en contacto aunque cada uno había marchado a una ciudad del país a buscar una salida profesional a los estudios ¿Realmente eran mis amigos? ¿Manteníamos el contacto lo suficiente? La noche se volvía más negra aun, Beatriz roncaba, yo padecía de imnsonio en plenas vacaciones. Suspiraba y daba miles de vueltas entre las sábanas antes de conciliar algo parecido al sueño.

Al final Beatriz no tuvo más remedio que preguntarme “¿Qué te ocurre?” mi respuesta no fue sincera “Nada estoy un poco aburrido, eso es todo” Suspiró, fue uno de los momentos más horribles; ella fue a darse una ducha mientras yo quedé en la habitación tumbado en la cama, mirando la nada a través del techo. En aquellos instantes llegué a dudar de mi relación con Beatriz ¿Por qué no le he dicho lo que me ocurre? ¿No confío en ella? ¿Fue bueno conocerla?. Las palabras frustración y angustia mostrarían muy bien mi estado de ánimo.

A la vuelta a España, la última noche la pasamos en Québec, salimos a cenar a un bar de comida rápida a gastar nuestros últimos dólares. En aquel antro todo se desplomó. Una chica joven, de unos veinte años, nos atendió. Tenía el pelo muy cortito y pintado en morado, aquello me llamó mucho la atención. Vestía con collares de colores muy alegres. Cuando se acercó para preguntarnos lo que deseábamos nos dejó atónitos. Su voz era dura, fría, su mirada infranqueable. No mostraba ningún atisbo de simpatía, la sonrisa se había olvidado de su cara. El rostro era el retrato de la tristeza, la forma de hablar y moverse la de la amargura.


Al alejarse la joven, Beatriz no tardó en reaccionar:

-¿Has visto que chica tan rara?

- Está triste, ¿verdad?- lancé sin esperar respuesta.

- Sí, tan joven y ya parece estar muerta en vida.

Aquella frase echó por tierra mis absurdas dudas.

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