martes, 10 de noviembre de 2009

Necesidades: Características


-…Las características de la literatura medieval son…- me interrumpió el móvil, con un suspiro contesté.


- ¿Diga?- quería seguir con la exposición de mi tema, quedaban siete meses para las oposiciones, ni un minuto que perder en divagaciones.


- ¿Hablo con José Hernández Sánchez?- por unos instantes dudé hasta de mi propia identidad.


- Sí, soy…yo.


- Mire, le llamamos de Educación, debe cubrir una baja en Tenerife, es para unos siete meses, en el “IES Manuel Martín González”, deberá presentarse allí el lunes próximo- el silencio conquista la línea telefónica- ¿Oiga?, ¿me escucha?


- Sí. Estoy aquí, puede decirme en qué zona de Tenerife queda ese centro, soy de Santander y no tengo ni idea.


- En el sur, mejor dicho, en el suroeste, ¿de acuerdo?


- De acuerdo- ¿qué otra cosa podía decir?, me senté en el escritorio, sopesé durante unos minutos el cambio de planes tan repentino. - El suroeste de Tenerife, ¿cómo será esa zona?- miré en el Google Earth, la chica del teléfono me dijo que el centro quedaba en el municipio de Guía de Isora. Lo siguiente fue anunciar a mis padres mi viaje inminente y reunir todos los apuntes en la maleta; después busqué la forma más rápida y barata de llegar a mi destino el lunes por la mañana, lo que resultó un Iberia hasta Madrid, un Spanair hasta el Aeropuerto de Reina Sofía, dos autobuses y cierto mareo a causa de las curvas de la carretera que iba de Los Cristianos al pueblo de Guía de Isora.


Cuando llegué era domingo, pasé un frío espantoso, pensaba que en el Suroeste de Tenerife la temperatura sería agradable pero por ese entonces nadie me había explicado lo de los microclimas y las temperaturas de las zonas de medianías. Una carretera nacional atravesaba el pueblo inundado de nubarrones, era por la tarde, casi anochecía; me quedé indeciso en la parada con la maleta, desde allí mismo divisaba el mar y otra isla, ¿sería La Palma o La Gomera? Unas mujeres hablaban animadamente a mi lado, les pregunté donde encontrar un hostal. Ambas se miraron, sonrieron y sin darme cuenta empezaron a interrogarme, en pocos minutos sabían quien era y a lo que venía. Por muy reservado que yo fuese no se les escapaba nada, podrían haber sido unas buenísimas agentes de la CIA. Al menos conseguí que me presentaran a la dueña de un bar, una mujer que rondaba los sesenta, de sonrisa amplia pero mirada triste; seguro que ella podría ofrecerme algo:


- Muchacho aquí de hostales nada, si quiere puede bajar a Alcalá. Playa o a Puerto Santiago, aquí lo único que le puedo ofrecer es un piso en alquiler.


- De acuerdo- era la segunda vez en tres días que decía de acuerdo porque no me quedaba más remedio. La dueña, a la que llamaban Doña, me llevó hasta el piso, dos habitaciones y con todo lo necesario para entrar a vivir. Cerramos el trato, 400 euros al mes incluida luz y agua:


- El instituto no le queda lejos, podrá ir andando. Si necesita cualquier cosa estaré en el bar. Yo ya estoy un poco cansada, ¿sabe?- yo también lo estaba del viaje, pero se me antojó descortés pedirle que me dejara solo- Me recuerda a mí misma cuando vine a Guía para siempre.


- ¿Usted no es de aquí?- ella tomó asiento.


- Sí, soy de Guía, pero me tiré 25 años en Venezuela, cuando yo era joven las cosas aquí estaban muy difíciles, así que decidí irme. Allí, en Venezuela era una extranjera, aquí no acabo de acostumbrarme, es como si no perteneciese ni a un pueblo ni al otro. A la vuelta monté el bar y compré dos pisos. Ahora lo que hago es esperarla - me desconcertó un poco.


- Esperar, ¿a quién?- la Doña quedó muda, se levantó del sofá.


- Bueno, creo que es hora de irme, he dejado al camarero solo y él en la cocina no se maneja bien - sin más cerró la puerta llevándose sus penas consigo.


A la semana siguiente ya se había acostumbrado a las clases y conocía a sus compañeros. Durante los recreos solía salir a desayunar al bar que se encontraba en frente del instituto, le gustaba aquella cafetería, obreros y algunas amas de casa solían andar por allí. Siempre se sentaba junto a la ventana, las plataneras se alzaban más abajo, un saludo vespertino. Una de esas mañanas sus ojos y sus oídos se toparon con la conversación que mantenían en la mesa de al lado dos paisanos, uno era policía de la zona, el otro no quedaba muy claro a que se dedicaba.


- Pero Paco, ¿cómo piensas montar el sistema de regadío en tan poco espacio? – era el policía el que preguntaba.


- Tú déjalo todo en mi mano, yo sé lo que me hago. El martes salgo a pescar, ¿te vienes?


- No puedo, tengo turno de noche en la comisaría. Ya me gustaría a mí. Otra cosa, ¿conseguiste arreglar el radiador del coche del médico?


- Sí, con un clip de esos, menuda antigualla que tiene, un SEAT 127, con lo que gana yo tendría un Mercedes - el policía se puso en pie- Ah, y que no se te olvide llegarte mañana por casa, tengo unos guayabos de la huerta que están buenísimos.


- Vale, pero “chacho”, tienes tiempo para todo, ¿tú no te cansas de hacer cosas?


- Sí, a veces me duele la espalda, creo que es por el aburrimiento.


Cuando el policía desapareció el profesor estaba atónito, aquel hombre, Paco, con ropa de otra época, piel dorada y nariz aguileña era capaz de muchas cosas; cayó en la cuenta de que en una situación de emergencia y necesidad el que sobreviviría de ellos dos sería ese hombre, porque ¿de qué serviría ser Licenciado en Filología Hispánica?

Durante muchos días La Doña y Paco siguieron paseándose a su antojo por la cabeza del profesor, se preguntaba qué era lo que ella esperaba y cómo era posible que aquel hombre fuese pescador, agricultor y mecánico a la vez. Cumplía con su rutina, las clases, la comida, la ropa, la compra y las oposiciones, pero lo hacía de una manera mecánica, diríase de un robot programado.

Al llegar la noche no podía más, llevaba toda la semana estudiando, la maldita literatura medieval lo tenía del revés, así que salió a dar un paseo. Esta vez tomó su abrigo. Fuera todo parecía sacado de una película de terror, el silencio, las calles vacías, por compañía el eco de sus pasos; se dirigió a la plaza, vislumbró una sombra sobre uno de los bancos. Al acercarse se dio cuenta de su equivocación, era una persona de carne y hueso la que estaba allí sentada. Por lo poco que se podía ver se trataba de un hombre de unos cuarenta años, fumaba una pipa y no dijo nada cuando él se sentó a su lado. A los diez minutos se decidió:


- Así que tú eres el nuevo profesor de Lengua, bienvenido a Guía.


-Parece que las agentes de la C. I. A. han hecho su trabajo a la perfección- dije entre dientes acordándome del interrogatorio de tercer grado al que me vi sometido en mi llegada.


- ¿La C. I. A. ?


- No, nada.


- Es raro ver a alguien a estas horas por la calle. ¿Necesitas confesar tus pecados?


-Bueno, alguno tengo, pero no creo en esas cosas- el hombre ni se inmutó.


-Me llamo Luis, aunque me llaman el Cura y casualmente lo soy. ¿Qué es lo que no crees? Para seguir vivo en algo tienes que creer, aunque tú no seas consciente de ello. Yo mismo creo en algo.


- Claro, usted es cura, por eso cree – un silencio, después la voz ronca prosiguió sin moverse, una estatua en mitad de una plaza.


- Te equivocas, yo creo en el pelo. Colecciono pelos de las personas, tengo un gran muestrario. Alguna vez entraré en el Libro de los Récords Guinness – no sabía como reaccionar ante tal confesión.


- Vaya, debe ser muy especial esa colección suya.


- Es increible, ningún pelo es igual a otro, como las personas, me tiene fascinado, unos son más rizados, otros tienen tonos más claros. Además estoy estableciendo una relación directa entre el tipo de pelo y la forma de ser de las personas.


- Y dentro de su estudio, ¿dónde quedamos los calvos como yo?-acababa de hacer aquella pregunta de forma casi automática, ¿me estaba tomando en serio aquella conversación?


- Esa es una de las cosas que aún no he averiguado. Bueno, voy a ver si puedo echar una cabezadita, mi casa queda ahí al lado – el Cura se alejó con paso tranquilo, el humo de la pipa dejó un rastro tras él.


Volví a mi piso de alquiler, necesitaba encender la televisión y cerciorarme de que seguía en el planeta Tierra; la antena esa noche había perdido la señal.


Nota: este relato lo escribí el curso pasado en Tenerife.

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