jueves, 29 de octubre de 2009

Necesidades: El Vino

Ramón convive con ojos saltones, la calva pronunciada y las mejillas coloradas de tan poca vergüenza que le da. Sus años, más de sesenta, le permiten crear y maldecir todo lo que guste en el pueblo y del pueblo; su anchura también se lo permite. Continúa trabajando a deshoras unas tierras de herencia vacía y seca; tierras de futuro tan cierto como la m en mesa. Su mujer, la Ramona, destaca por su pelo blanco, sus silencios entrenados, y sobre todo por su don para culminar las obras incompletas de su marido, sin ser avistada por nadie pero sabida por todos.


¿Qué decir del pueblo? Luminoso, zambullido en olivos, lleno de casas blancas, de abanicos, de falta de agua, de moscas, de heladas, de cochinos, de pollos, de algunos jóvenes de vuelta de la crisis y de viejos. Inconscientes, todos ellos, pero sabedores de las alegrías y miserias históricas de cada linaje familiar. Silenciosos y ruidosos.


Ramón y Ramona tienen sus alegrías, de ellas presumen cuando se presenta la oportunidad; en las fiestas, en la ermita, en las chácharas de la tarde en la plaza, en los funerales, en casa la Pepa, en la tasca el Perico. Ellas - sus alegrías - se llaman Antonio, Luis, Paco, Elvira, Manuela y Rafaela; las seis salidas por el mismo lugar peludo y estrecho. ¡Pobre Ramona! Ellas fueron expulsadas de su cueva, aprendieron a caminar entre olivos y gallinas, y en un plis plas se cobijaron en urbes llenas de bares con tapitas, con cines, con gimnasios, con bibliotecas, con ratas y con luces de neón. Se convirtieron en gente de bien, alguna maestra, algún abogado y alguna peluquera; unos solteros, otros casados y algún divorciado; los más con hijos e hijas y los menos con perro mas ninguno con intención de retornar al agujero de donde salieron. A veces una visita frugal, una limosna de diez céntimos de euro.


Con tantas emociones experimentadas en sólo sesenta años Ramón tiene mucho que celebrar; lo suele hacer con su rito diario, como si él perteneciese a la secta de los “Olvidados con segundas”. Ramona, como el monaguillo al cura, lo profesa por los talones.


Se levanta cuando el gallo le guiña el ojo al sol, conecta “el radio” para atender el programa de flamenco madrugador y arrastra sus alpargatas del dormitorio al baño y del baño a la cocina. Allí Ramona está liada con el aceite, el pan que el panadero dejó a las seis de la mañana, el ajo y el café; todo listo en la mesa. Se oyen quejidos: es La Paquera de Jerez, con un fandango campero se abre paso por el pasillo hasta donde ellos se encuentran. Ramón se sacude las migajas, ya tiene el primer lamparón del día y el primer medio de blanco, vino, pero blanco. Sin lanzar palabra al aire sale de casa, coge los aparejos, se dirige a la huerta. Suda el pan, el ajo, el aceite y el vino, mientras la solana se muestra por minutos más insolente. En su cabeza las imágenes galopan - las burradas de pequeño y de no tan pequeño – el eco radiofónico de La Paquera jadeante; sigue con el azadón, le pega dos sorbos a la bota, es un hombre simultáneo.


Llega el medio del día, ella aparece en el horizonte con su ritmo pertrecho por la artrosis y las miserias, pero con la barbilla alta, arriba, orgullosa como se muestra. De cerca le pregunta por los regadíos, los secano, le cuenta los huevos y le súplica en forma de orden la hora en que el plato estará en la mesa. Se aleja. Le ha dejado un bulto, un poco de choricito, para que el estómago aguante hasta la hora rogada. Pasan los minutos que llegan a ser horas, el deseo se asoma por la tasca del Perico. Dentro a Ramón le cuesta hacerse a la oscuridad, el fresco le atraviesa la camisa, se oye el chocar de las piezas del dominó y las bazas de cartas que caen en las mesas. El murmullo no para con su llegada, la barra se apoya en él. Perico sin mediar una le pone uno en una copita transparente, también blanco. Habla con Juan el del pozo y con Santi el de los conejeros; está animado, ya va por la segunda. Solucionan con palabras cómo hacer llegar el agua a todas las huertas del valle. Llega la tercera, se animan a un dominó, se les une Paco el negro. Se desluce el sol a través de puerta, sus reflejos ya no llegan al interior del bar. Cuando son las nueve de la noche Ramón paga con monedas, se tambalea al decir “Perico, sube el radio que es La Paquera”, sus mejillas son las más coloradas del bar, algunas casi le ganan.


-Ya era hora, ¡te dije las tres de la tarde! Son las nueve de la noche – Ramona no deja de moverse mientras prepara la cena.

-Me he parado un poco con el Juan y el Santi, ya sabemos cómo hacer los canales para el agua.- él se sienta a la mesa, desprende alcohol por todos los poros, la culpa no hace señal y busca con la mirada la botella - ¿Ya está todo?.

-Claro, ahí tienes el pan. No he ido a por vino, que ya tienes bastante con el que te has metido hoy – Ramona huye a la habitación, se tumba.


Ramón saca la botella del armario y se dirige al Perico. Al cliente del siglo no se lo niega, se la rellena a rebosar, del blanco. Se relame la boca mientras pasea con ella entre sus brazos a la luz de la luna, parecen una pareja feliz. De camino al agujero hogareño las calles las encuentra más anchas y el pueblo más grande. Sopor lo empuja un poquito y se estrella contra el suelo. Con los ojos cerrados se pone de rodillas, se toca la cara húmeda.


“¡Dios mío!, ¡qué sea sangre!”


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