miércoles, 23 de enero de 2013

Pretérito presente V (5ª parte)


Va con cuidado, dentro todo está oscuro, a ciegas cual invidente entra en la casa, huele como en la huerta, a tierra de enano, reseca, parda y marrón. Tarda un rato en acostumbrarse a la falta de luz, una cueva, blanca por fuera, oscura por dentro, para los duros, ya sean veranos o inviernos. Nota el cambio de temperatura, aquí hace fresquito, huele raro pero hace más fresquito que en la huerta, que me va a dar un vahído removiendo la tierra con el enano, que además no habla, sólo articula para darme órdenes, ¿quién me mandaría intentar robarle un melón al melón del enano? Rodea la mesa de la sala, una mesa puerca con su hule a cuadros llena de trozos de pan esparcidos y pipas de sandía, negras, secas. Mira debajo, al lado del armario y en el pequeño pasillo que comunica la sala con el dormitorio, allí todo más oscuro si cabe, cuanto más al fondo de la cueva menos claros y más tétrico. ¿Dónde estará el botijo? Me muero de sed, el enano se muere de sed, en dos días termino el castigo, que no es castigo al lado de las bofetadas que podría haberme dado mi padre si se entera que intenté de nuevo robarle al enano, un melón, melón que fui.

Vuelve a rodear la mesa, impaciente, sediento. Huele mal, este enano, es asqueroso, ya podría ocuparse un poco de la cueva. Sigue buscando hasta que posa su mirada sobre una imagen, una imagen colgada, la única en toda la casa, porque al enano los Santos y las Vírgenes no le van, un descreído muy sabio. La fotografía muestra el retrato de una mujer de mirada profunda, sonriente y joven, en blanco y negro y medio borrosa todavía puede adivinarse unas facciones hermosas, perfectas. El rostro lo deja cautivado, fascinado, hasta que escucha detrás el rugido del enano. ¿Qué pasa con ese botijo?¿Das con él? Él se sobresalta, de pequeño las voces rudas le hacían sobresaltarse, cosas de casa. No, Don Severino, no lo encuentro. Si es que, lo que yo diga, la juventud de hoy no servís para nada, te mando a pescar y seguro que vienes seco. Anda toma, dale un trago. Y sin más el enano saca de debajo la mesa el botijo. No puede dejar de pensar en el rostro de la fotografía, mientras bebe lo mira de reojo.¿Quién será esa señora? Lo dice en alto en vez de pensarlo, se arrepiente al instante, el enano le quita el botijo de un tirón y pone cara de enojo, cara roja, cejas arqueadas, ojos virulentos. ¡Ya vale! Deja de beber agua, que te vas a engollipar. Venga, a tu casa y a dejar de chismorrear como las viejas del pueblo, que por hoy ya has hecho suficiente.  Mañana te quiero aquí temprano. Sale dando traspiés, confundido, aturullado, un niño de ocho años aturdido, enamorado de la señora del retrato de la cueva del enano.

Así llegó a casa, sucio, sudado, Lucita detrás, tira ahora mismo para la bañera que como te vea tu padre con esas pintas nos rompe la espalda a ti, a mí y al enano cabezón ese que no se le ocurre otra cosa que castigarte poniéndote a trabajar en el campo. Al terminar el baño el agua estaba negra, la suciedad del trabajo quedaba allí, camino de las tuberías, se miró y se dio cuenta que él también estaba poniéndose marrón, color del trabajador de a pie. Bajó como una bala en busca de algo que comer, pero Lucita estaba allí, defensora de su cocina, soldado de las ollas y las sartenes.  Ni se te ocurra, te esperas a que venga tu padre y cenas con él. Pero Luci, anda, que el campo da hambre, dame aunque sea un poco de chorizo con pan. ¿Chorizo con pan? Lo que te voy a dar es un sopapo, no tendrías tanta hambre si no trabajases en la huerta del Severino, y no estarías trabajando para él si no hubieses intentado robarle un melón. Ella seguía cortando cebolla y los tomates como si nada, despacio, sin pausa, con precisión, como si hubiese nacido con un cuchillo en una mano y un tabla de cortar en la otra. Anda, Luci, anda. Mira, no te pongas pesado, toma un poco de pan, el chorizo no que bastante tenemos contigo. Se sentó en la mesa a roer un trozo de pan mientras veía a Lucita poniendo la olla hervir y olía el aroma a guiso con hambre de siete días. Una vez calmado el estómago con el pan volvió a su mente el rostro de la mujer de la casa del enano, su pelo liso cayendo, oscuro, mirada profunda que atraviesa hasta el hielo. Luci, oye, tú que sabes las vidas de todos, dime, la mujer de Don Severino, ¿cómo era? ¿Y eso? ¿A qué viene esa curiosidad? No sé, me preguntaba que cómo sería la santa que aguantaba a ese enano gruñón. Lucita se echó a reír a carcajadas, dejó el cuchillo en la mesa y se sentó junto a él.

De familia humilde, era la mujer más guapa de la zona, no sólo del pueblo, todos le tiraban los tejos, todos andaban loquitos por ella, por sus curvas, su pelo oscuro, su mirada profunda. Pero ella se hacía la dura y a ninguno daba esperanzas. Las malas lenguas decían que quería cazar al más rico, al señorito, a tu padre, vamos. Más bien era al contrario, tu padre intentó por activa y pasiva conquistarla. ¿Mi padre?¿cómo podía un ogro intentar conquistar un ángel? No me cabía en la cabeza, cabeza de ocho años, no más. Al final ella se decidió por el Severino, mira por donde tan humilde como ella, y fueron felices algunos años. ¿Algunos? Sí, a ella le entró una neumonía muy fuerte, por entonces los médicos no estaban tan a mano. Murió y no se hablé más, déjame trabajar que me...

Recuerdo aquella conversación como si fuese ayer, el olor, el guiso, la cebolla recién cortada, la mesa de madera, el delantal blanco de Lucita. Recuerdo la cocina, una habitación enorme llena de trastos, de ajos colgados, de aceite,...Era tu santuario, Lucita, tu fábrica de exquisiteces, qué sabrán esos cocineros de hoy lo que es cocinar que te dejan todos con hambre y nunca sabes realmente lo que te estás comiendo. También recuerdo aquel rostro, el de la mujer del enano gruñón garrote en mano. La fotografía que vi en su casa mientras buscaba el botijo era de ella. Después de aquel día, en la huerta, cuando el sol daba bien me ofrecía voluntario para ir a buscar el botijo, todo con el único objetivo de verla allí sobre la pared, sonriendo en blanco y negro, belleza eterna. Y así me aficioné al enano, a su mujer, a su huerta y su casa. Y el castigo pasó a ser un placer, trabajar, sudar, beber y ver aquella belleza cada día.Sí, Paula, descubrí que no sólo las brujas como tú son bellas, la mujer del enano lo era también, seguro que está en el paraíso y la han nombrado Miss Cielo. Poco a poco cogí confianza con el gruñón y al final, un día, sin venir a cuento me dijo que la mujer de la fotografía era su mujer, lo dijo mientras trabajábamos azada en mano, como el que dice va a llover, pero con una emoción contenida, casi pude ver alguna lágrima caer, no la vi, no pude, me lo imaginé, el enano sensible, el gruñón garrote llorando, no me lo inventé. Pero ahora que voy camino de esa huerta, de esas sandías y melones, ahora, después de tantos años que han pasado y de los cuarenta que tengo, que con ocho uno no cae en la cuenta pero con cuarenta sí, me pregunto, me asalta la duda de cómo mi padre desistió en la conquista de la señora de Severino, siendo tan orgulloso como era, tan "valiente" y tan de alta cuna. Para él habría sido una derrota, es más, ¿el enano le quitó la conquista juvenil a mi padre, al ogro? ¿De veras?Y ahora que lo pienso, porque conducir quinientos kilómetros dan para pensar, ¿cómo pudo el enano mantener su minifundio con el ogro mandando en el latifundio?Hay algo que no me cuadra,no recuerdo bien,lo intento enfocar, las imágenes pasan, el tiempo y mi infancia a medio hacer. Acelero, voy volando, mi infancia a medio hacer. Ese verano, los veranos, la huerta, los libros del barco de las historias, el río, Lucita, enano, las bofetadas y mi infancia a medio hacer.

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